Extrañas con nombre
Somos extraños, extraños sin nombre que nos movemos entre otros extraños sin nombre, cuerpos extraños cruzándonos con otros cuerpos extraños, personas perdidas en nuestros pensamientos andando entre otras personas perdidas también en sus pensamientos -quizás distintos, quizás no tanto- en sus propias cabezas. Extraños todos, ajenos todos.
En un autobús, una extraña enfrente de otra extraña, extrañas sin nombre. Una de ellas habla con otra mujer, ¿su madre, su amiga? La extraña de enfrente mira su móvil nerviosa, lo aprieta con manos temblorosas, desvía la mirada, se le salta una lágrima, llora. La extraña sin nombre llora sin hacer ruido rodeada de otros extraños, otras extrañas sin nombre.
Extraños sin nombre, ajenos unos a otros, invisibles unos de otros, y si alguien llora, da igual; y si alguien se marea en la calle, a quién le importa; y si a alguien se le escapa el aire del pecho por su angustia, qué le vamos a hacer, yo he quedado y llego tarde.
En un autobús, una extraña con un pañuelo en la cabeza ha roto a llorar agarrada a su móvil, ¿quizá una mala noticia en la pantalla, una discusión, un mensaje amenazante? Los demás extraños siguen sus conversaciones, sus risas, sus lecturas, sus wassapps, sus juegos. Ella no es nadie, sus lágrimas no son nada, sus dedos agarrotados sujetando el smartphone son dedos invisibles, como su angustia, sus ojos empañados, sus hipidos -bajitos, bajitos, que no se oigan, que no nos molesten-, toda ella invisible.
Extraños sin nombre, extraños en ciudades grandes que se nos tragan y desaparecemos, extraños y extrañas que nos mimetizamos caminando rápido entre edificios y calzadas de asfalto que estos días hierven convertidas en lava, extraños juntos en bloques de viviendas en los que si los vecinos lloran o se gritan lo que pensamos es que menudo fastidio y no en si podríamos ayudarles de alguna manera. Extraños y extrañas sin nombre, incluso aunque éste venga escrito en los buzones dos pisos más abajo.
En un autobús, una extraña interrumpe la conversación con ¿su madre, su amiga?, porque le ha parecido que la mujer -extraña y sin nombre- que está sentada enfrente de ella... ¿está bien? No, no lo está, ¿no? ¿Está llorando? ¿Le pasa algo? Tiene agarrado el móvil... ¿habrá recibido una mala noticia? ¿O habrá oído la conversación que tenía con su madre, o su amiga, en la que bromeaban sobre temas relacionados con la muerte?
Claramente la mujer sentada enfrente está llorando, sí. Parece extranjera. Es una extraña, como todos en el autobús, todos en la ciudad... ¿será invasivo preguntarle? ¿será cuidadoso decirle algo? ¿será mejor seguir cada uno a su bola, todos extraños, todos sin más nombre que el de El Hombre (o La Mujer) Invisible?
En un autobús, una mujer llora invisible entre los cuerpos de veinte extraños que ni la miran. Pero no, no es (del todo) invisible. Otra mujer, la que está sentada enfrente, ha interrumpido su conversación y la está mirando con cara de preocupación. Se dirige a ella, ¿perdone, se encuentra bien? ¿Necesita algo? ¿Tiene algún problema, necesita ayuda, hay algo que podamos hacer por usted? Le ofrece primero un pañuelo de papel que ha sacado de su bolso, luego rebusca y le da un paquete entero de kleenex. La mujer-algo-menos-extraña se enjuga las lágrimas con el pañuelo, se suena la nariz. Le preguntan si le apetece beber agua, ella acepta y le dan una botellita pequeña de la que ella bebe. ¿Está algo más tranquila ahora? Respira más calmado y ya no llora... Le preguntan si quiere hablar, ella niega con la cabeza, esbozando a la vez una leve sonrisa y un "muchas gracias por todo". Siguen pendientes y, pocas paradas después, ella se levanta para bajarse del autobús, le preguntan por última vez si se encuentra mejor, si quiere que la acompañen a algún sitio, si pueden hacer algo más. Ella vuelve a negar con una sonrisa, se baja, echa a andar.
Extraños sin nombre, de eso la ciudad, cada autobús, cada parque y cada edificio... están llenos. Pero quizás está en nuestra mano ser un poco, un poquito, menos extraños, mostrarnos menos ajenos a lo que sucede en la puerta de al lado, en el asiento de enfrente del vagón del metro, en la mujer con la que nos cruzamos en el mercado o dando su segunda vuelta por el circuito del parque. Y así, poco a poco, quizás pasar de ser extraños sin nombre, a extraños con nombre y quién sabe si mañana, o al otro... ya no seamos más extraños.
[Esta entrada tiene su origen en un ciclista que un día hace mil años y alguno más rompió la barrera que me convertía en una extraña sin nombre llorando en un banco de la calle, al pararse y regalarme una servilleta con una flor dibujada en la que había escrito "SMILE!"; también en un post antiguo de este mismo blog que allá por el 2010 llamé Extraños sin nombre; también en uno de los capítulos iniciales del libro "Trincheras permanentes, intersecciones entre política y cuidados" (el que se titula "Je suis seule"), de la escritora y librera Carolina León, a la que puedes leer en su blog aquí; y finalmente, en un viaje en bus con mi madre hace un par de semanas volviendo de una cita con Hacienda, cuando noté que una extraña sin nombre sentada enfrente se encontraba mal, y quise intentar romper un poquito esa barrera, y que fuera algo menos extraña, o lo fuera algo menos yo, o quizá al menos, para empezar... nos diéramos nombre.]
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