Si el cuerpo fuera sabio, el corazón se pararía solo (con ambos significados, solo de sin ayuda o solo de solamente, aunque pensaba originalmente en el primero) cuando superas demasiadas horas de llanto seguidas, o estás llorando determinado porcentaje del tiempo que pasas despierta. El corazón se rompería, él solito, sin un crash ni bajito ni alto, solo partiéndose o parándose o necrosándose o pudriéndose o encogiéndose o implosionando, no me importa. Y nadie señalaría, y se haría un duelo normal, no habría culpabilidades propias ni ajenas, no habría monstruos ni santos, ni cómo pudo hacerle / hacernos / hacerme / hacerse (este último siempre el menos importante) eso.
Pero el cuerpo no es sabio. O el mío no lo es. La gente solo se muere de pena en la ficción, las películas antenatresianas, los dramones telenovelescos, los libros de los románticos -el movimiento literario, no la gente que amamos-.
Y eso mismo, la ignorancia de un cuerpo que no se muere por sí solo de pena y de daño dentro, me da más pena. Y vuelta a empezar el llanto como lluvia constante sobre una estatua en un jardín zen, aunque yo sea uno de esos alguien a quien el budismo, la espiritualidad, el yoga y el mismo zen/paz/calma... le pillan tan tan lejos.
[La fotografía que encabeza este post se llama "Zen Garden", de la artista Amanda Flavell, sacada del banco de imágenes gratuitas Unsplash.com]
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