En diciembre, con el hígado tocado y casi hundido en mi necesidad de abandonar este mundo hostil, pasé sed como no recordaba haber pasado nunca.
Con el hígado recuperado (mi inmortalidad me sigue persiguiendo), la sed que había pasado devino en irónico regalo inesperado: disfrutar del agua como no recordaba haber disfrutado nunca.
Así, hoy bebo agua en casa, pido jarras de agua fuera de casa (recalco el "no, botella no, jarra de agua" cuando pretenden cobrármela), pongo reclamaciones al ayuntamiento cuando las fuentes no funcionan (aunque se me salga el agua por la nariz o me atragante porque beber en la postura que piden algunas fuentes es novedoso para mí), relleno botellas para la nevera, me llevo agua para la mesilla al irme a la cama por la noche.
A veces, a rachas, a menudo, aunque mi capacidad de disfrute sea tan desmesurada e intensa como mi capacidad de dolerme, mis días pasan sin encontrar mucho que disfrutar.
Estas noches de calor bebo agua en la cama. Está rica, riquísima. Y anoche quise rescatarlo como una Warhol flipadilla, quizá porque no tengo demasiado más que rescatar entre lagunas, tareas de cuidados, disociaciones, mareos acalorados, desbordes y algún respiro que da fuerzas para seguir con el ciclo.
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