Huevo batido con sal
A veces me acuerdo de ti. Del sabor del huevo batido con sal, media cucharadita antes de hacer la tortilla francesa. O una pizquita de la masa de carne picada preparada para hacer albóndigas, cruda, que me dabas casi en secreto cuando me quedaba en tu casa.
Pienso en lo que compartimos cuando yo era ninya. Cuando jugábamos a las profesoras, cuando me divertía contigo, cuando subía los cinco pisos hasta la puerta de tu casa y el mundo se pintaba de un color más brillante.
Me acuerdo de la tarde en que unos patinadores te empujaron por la calle y te rompiste la munyeca, que ya, mayor como eras, nunca soldó bien y nunca te permitió desenvolverte igual de bien sola. Con lo independiente que eras, lo autónoma y lo orgullosa de esa autonomía tan bien conseguida... y ahí estaba, autonomía por los suelos entre las risas de unos gamberros que ni se pararon a ver si te habían hecho danyo. Habías quedado en venir a casa y no llegaste esa tarde. Y recuerdo que yo me quería ir a la cama sin verte...
Después, la caída en picado. El traslado a casa de una hermana que nunca te entendió ni te apoyó, el declive y la cabeza que empezó a fallar. Regreso a tu casa, aunque ya no eras la mujer que habías sido. Recuerdo también retazos sueltos de esa época, llamadas a horas intempestivas para decirnos que tenías miedo de los vecinos, que iban a denunciarte por roja (como había pasado realmente en la época de la Guerra Civil), tu mente agrietándose por momentos, perdiéndose en la niebla.
Y sigo por el camino de mis recuerdos y veo el paso siguiente, tú en una residencia en la que al menos no corrías peligro (ya era más de lo que podíamos decir de la última época en la que viviste sola, cabeza enmaranyada, cordura perdida), pero a la que casi nunca acudíamos a verte. Excusas, demasiadas excusas: que no había transporte público para acercarnos, que al momento de perdernos de vista te olvidabas de que habíamos estado allí... excusas. Nos portamos mal cuando importaba.
Y nos portamos mal cuando dejó de importar tanto, en tus últimas voluntades. Que seguramente era menos importante, podíamos haber hecho más agradables tus últimos anyos y hubiera contado mucho más, pero no deja de amargarme a veces el que ni siquiera lo último que pediste lo hicimos como querías.
Supongo que por esos no portarnos bien de los que hablaba, no conseguí pasar bien página cuando te fuiste, y a veces te suenyo, y otras veces me arrepiento y más cosas que a estas alturas de poco sirven. Y mientras, el recuerdo de todo lo bueno que me diste se desdibuja en mi memoria defectuosa...
Pero aun así pasa como hoy, que quería hablar de esos recuerdos que -flash!- te asaltan en cualquier momento ante un olor especial, un sabor concreto, una canción entre tantas (como había hecho Bere en este post en su blog). Y el primero que me ha venido a la cabeza ha sido ese del que hablaba en el primer párrafo del post. El huevo batido con sal, media cucharadita antes de hacer la tortilla francesa. Y no he querido buscar más allá, hoy me he quedado contigo...
Pienso en lo que compartimos cuando yo era ninya. Cuando jugábamos a las profesoras, cuando me divertía contigo, cuando subía los cinco pisos hasta la puerta de tu casa y el mundo se pintaba de un color más brillante.
Me acuerdo de la tarde en que unos patinadores te empujaron por la calle y te rompiste la munyeca, que ya, mayor como eras, nunca soldó bien y nunca te permitió desenvolverte igual de bien sola. Con lo independiente que eras, lo autónoma y lo orgullosa de esa autonomía tan bien conseguida... y ahí estaba, autonomía por los suelos entre las risas de unos gamberros que ni se pararon a ver si te habían hecho danyo. Habías quedado en venir a casa y no llegaste esa tarde. Y recuerdo que yo me quería ir a la cama sin verte...
Después, la caída en picado. El traslado a casa de una hermana que nunca te entendió ni te apoyó, el declive y la cabeza que empezó a fallar. Regreso a tu casa, aunque ya no eras la mujer que habías sido. Recuerdo también retazos sueltos de esa época, llamadas a horas intempestivas para decirnos que tenías miedo de los vecinos, que iban a denunciarte por roja (como había pasado realmente en la época de la Guerra Civil), tu mente agrietándose por momentos, perdiéndose en la niebla.
Y sigo por el camino de mis recuerdos y veo el paso siguiente, tú en una residencia en la que al menos no corrías peligro (ya era más de lo que podíamos decir de la última época en la que viviste sola, cabeza enmaranyada, cordura perdida), pero a la que casi nunca acudíamos a verte. Excusas, demasiadas excusas: que no había transporte público para acercarnos, que al momento de perdernos de vista te olvidabas de que habíamos estado allí... excusas. Nos portamos mal cuando importaba.
Y nos portamos mal cuando dejó de importar tanto, en tus últimas voluntades. Que seguramente era menos importante, podíamos haber hecho más agradables tus últimos anyos y hubiera contado mucho más, pero no deja de amargarme a veces el que ni siquiera lo último que pediste lo hicimos como querías.
Supongo que por esos no portarnos bien de los que hablaba, no conseguí pasar bien página cuando te fuiste, y a veces te suenyo, y otras veces me arrepiento y más cosas que a estas alturas de poco sirven. Y mientras, el recuerdo de todo lo bueno que me diste se desdibuja en mi memoria defectuosa...
Pero aun así pasa como hoy, que quería hablar de esos recuerdos que -flash!- te asaltan en cualquier momento ante un olor especial, un sabor concreto, una canción entre tantas (como había hecho Bere en este post en su blog). Y el primero que me ha venido a la cabeza ha sido ese del que hablaba en el primer párrafo del post. El huevo batido con sal, media cucharadita antes de hacer la tortilla francesa. Y no he querido buscar más allá, hoy me he quedado contigo...
Missing susurró... iralow susurró... Awake at last susurró... reve susurró...