Hay días en los que te vuelves invisible. No una invisibilidad ligera y elegida, como la que sonyabas de ninya, que te permitiera hacer travesuras y desconcertar a la gente, no... es una invisibilidad impuesta, seca, pesada, a la que no te acostumbras y que vuelve a arrancarte las lágrimas de ayer.
Te sientas en tu silla y te vas fundiendo en ella, deshaciéndote en transparencias hasta que te vuelves de sus colores, cuerpo azul, mano gris sobre la mesa de idéntico tono. Y nadie te ve, las miradas te atraviesan sin pararse en ti, demasiado pequenya, insignificante. Las conversaciones no te incluyen, te rebota algún buenos días dirigido a otro y te haces perfectamente consciente de lo ajena que eres a todo, lo lejos que estás, lo poco que te toca la realidad.
De vez en cuando vas al banyo para comprobar que, como pensabas, no te reflejas en los espejos, y que no es su culpa: no hay enfados, no hay reproches, no hay intencionalidad; simplemente no pueden verte. Camaleón mimetizado con su entorno, vas desapareciendo, engullida por una soledad asfixiante contra la que poco puede hacer el Ventolín que llevas siempre en el bolso.
Y ves pasar los minutos y las horas, tecleando pero sabiendo que ni siquiera así te haces notar. Te repites que siempre te ha gustado pasar desapercibida, pero ser esta mujer camaleón que nadie ve duele. Porque hasta a los camaleones acabas encontrándolos entre las hojas si buscas con atención... pero quizá ya tampoco buscan. O quizá estás demasiado escondida en ti.
Y ves pasar los días que llegarán a ser semanas, pensando si pintarte de blanco como el hombre invisible cuando quería aparecer en el mundo de los vivos, anyorando sentirte parte de algo más que tu mundo interior que conoces de memoria y del que además una parte importante te da miedo. Proponiéndote hablar manyana hasta que reparen en tu voz sin saber que hablas en otra escala a la que el oído humano no alcanza.
Y lloras como ayer, ninya invisible, mujer condenada a ser camaleón que nadie ve.