Pesadilla (II)
De nuevo en casa de mi tía abuela, el quinto sin ascensor de escaleras empinadas. Abro la puerta, la casa está a oscuras, las persianas bajadas, los interruptores de la luz no obedecen cuando los toco. Entro hasta el que fue el cuarto de mi tía abuela y también el mío cuando vivimos en aquella casa, hace mil años o más. Mi madre duerme en posición fetal en mi cama. Intento despertarla, abre los ojos, pero su cuerpo no se mueve, fosilizado en esa posición fetal. Intento moverla sin conseguirlo, despegar las piernas atrapadas, pero he llegado demasiado tarde: tras tanto tiempo en posición fetal sus huesos han adoptado ya esa forma de manera indefinida, eterna. La imagen de aquellos bonsai kitten con los que nos asustaron a principios del milenio se instala en mi cabeza, ahora veo claro que los huesos de mi madre se han petrificado por llevar quién sabe cuánto tiempo sin moverse de la cama. Ante un nuevo intento por mi parte de despegar sus extremidades, veo que lo que tengo entre mis manos, más que una persona, es un tentetieso con el que juega un bebé, moviéndolo de un lado al otro sin que acabe de caerse al suelo. Mi madre ya no es nadie más que un muñeco poco antes de romperse del todo y acabar en una esquina, roto y desconchado.
Angustiada y casi sin aire, desesperada ante su inmovilidad, intento por un momento arrojar algo de luz sobre la cama. La habitación apenas cuenta con un ventanuco, salgo al pasillo e intento subir la persiana que da a la terraza; por fuerza ahí debe de entrar algo de luz. Pero no, cuando subo la persiana fuera hay una negrura similar a la del interior de la casa.
Entonces intento ir a la última de las habitaciones, la que cuando vivimos allí ocupaba mi hermano. Al llegar, veo que hay alguien en la cama: es mi hermano, también en posición fetal, también con los huesos pegados en una postura inerte de tentetieso incapaz de mantenerse recto. Con un grito en la garganta, me despierto de la pesadilla.
Quiero llamar a mi madre, comprobar si está bien, pero son las cuatro de la madrugada y mi pareja me convence de que el susto que podría llevarse ella hace poco recomendable esa llamada. Tardo un buen rato en volver a dormirme, y al día siguiente recuerdo el sueño con nitidez. Y al día siguiente, y al otro y al otro... escenas marcadas a fuego, que me hacen consciente de lo preocupada que estoy por la (precaria) salud de mi madre, de la impotencia que siento al ver su deterioro progresivo sin poder hacer nada por convencerla de que tiene que cuidarse, de que debería dejar de fumar con urgencia, antes de tener que pasearse con una bombona de oxígeno, de que debería andar las dos horas diarias que le ha aconsejado su médico, de que debería y debería hacer cosas que no hace.
Pero ella no escucha y yo... yo tengo pesadillas.